Habituado al frío refugio su corazón aprendió a volverse piedra. Jugaba de tanto en tanto a ser el maestro y adoptaba un aprendiz dispuesto a poner atención a los detalles y aprehender cada idea que salía de su boca como si fuera un tesoro.
Mientras subía por el camino vio las marcas que dejaron las hojas caídas por el otoño. Se preguntó si habría sido el viento quien se las llevó a otro lugar, si les dio un camino feliz de danzas y volteretas. La otra posibilidad era que el vil hombre que solía encontrar a la pasada, ajeno a la belleza de contemplarlas descansando en el suelo, hubiera decidido que eran un estorbo y prefiriera arrasarlas.
Como fuera, recordó que su corazón ahora era de piedra. El aprendiz del momento dejaba poco a poco de llamar su atención y, conforme su frío planteamiento consignaba, lo mejor sería llevarlo hasta la cima del monte y abandonarlo a su suerte. Si había aprendido algo durante el tiempo que lo siguió lograría sobrevivir hasta encontrar ayuda. Si no, pues bien, ese no podía ser su problema.
Era invierno. Él mismo era invierno.
Como fuera, recordó que su corazón ahora era de piedra. El aprendiz del momento dejaba poco a poco de llamar su atención y, conforme su frío planteamiento consignaba, lo mejor sería llevarlo hasta la cima del monte y abandonarlo a su suerte. Si había aprendido algo durante el tiempo que lo siguió lograría sobrevivir hasta encontrar ayuda. Si no, pues bien, ese no podía ser su problema.
Era invierno. Él mismo era invierno.