Existió un ave que se hacía canción. Se daba frescos baños de rocío cada mañana antes de comenzar su ruta esparciendo música. Ululaba bellas notas a través de las rendijas y se posaba en la memoria frágil de quienes habitaban el lugar.
Permanecía quieta, casi en silencio, cuando quería capturar los matices de alguna conversación. El ave entonces se hacía viento, dispersando con fuerza aquello que rompía la paz entre las personas, restableciendo la unión, la alegría.
Por las tardes el ave se dirigía allí hacia donde estuviera el ocaso. Viendo los colores fundirse en el horizonte el ave se iba haciendo luz; subía hasta lo más alto y desde allí retozaba entre las nubes suaves que la acogían noche a noche.
Desde abajo algunos alzaban la vista en el momento preciso en que el haz de luz cruzaba el cielo y pedían un deseo; el ave entonces se hacía tal y, perdiéndose en la oscuridad del firmamento, descansaba sabiendo que al día siguiente el ciclo continuaría.
Permanecía quieta, casi en silencio, cuando quería capturar los matices de alguna conversación. El ave entonces se hacía viento, dispersando con fuerza aquello que rompía la paz entre las personas, restableciendo la unión, la alegría.
Por las tardes el ave se dirigía allí hacia donde estuviera el ocaso. Viendo los colores fundirse en el horizonte el ave se iba haciendo luz; subía hasta lo más alto y desde allí retozaba entre las nubes suaves que la acogían noche a noche.
Desde abajo algunos alzaban la vista en el momento preciso en que el haz de luz cruzaba el cielo y pedían un deseo; el ave entonces se hacía tal y, perdiéndose en la oscuridad del firmamento, descansaba sabiendo que al día siguiente el ciclo continuaría.